La historia de la campaña libertadora en el Sur de Colombia
resulta un tema delicado, en especial porque implica una gran mácula en aquella
gesta que pretendía alcanzar la libertad de la América Hispana. La sombra de la
“Navidad Negra” extiende sus alas desde 1822 sobre mi ciudad, tal vez clamando
por que, algún día, Colombia reconozca el terrible crimen de aquella noche,
cuando los batallones Rifles, Vargas, Bogotá y Milicias de Quito,
entre otros, desataron su barbarie sobre la ciudad de Pasto.
El problema de las heridas que no sanan, que quedan abiertas
sin que nadie se preocupe por restañar la sangre, es que muchas veces estas
heridas crecen por sí solas y, en conjunto con las nuevas heridas que se
acumulan a través de la historia, además de la ignorancia y el desconocimiento
general en el que muchas veces las generaciones se encuentran inmersas, (acostumbradas
como están, hoy en día, a la inmediatez de la virtualidad), terminan ejerciendo
juicios absurdos en contra de las personas equivocadas. Las heridas se
extienden y la sangre que brota termina salpicando, en las mentes enardecidas,
a las personas y a los recuerdos equivocados.
No es lo mismo derribar la estatua de Sebastián de
Belalcázar, a derribar la estatua de Antonio Nariño. El monumento del
conquistador, a la larga, no es más que la representación idealizada de un
genocidio a nivel continental, de la extinción de cientos de pueblos y culturas,
que nos invitan, desde el pasado remoto, a tratar de ver la historia desde
nuevas perspectivas, ya que, como afirmó Oscar Wilde: “El único deber que tenemos con la historia, es el de escribirla de
nuevo”.
Antonio Nariño, contrario a Belalcázar, no vino a América
desde el viejo mundo a buscar fortuna; el precursor sacrificó su vida, su
fortuna, el sustento mismo de su familia, en pos de un sueño que aún en el día
de hoy resulta lejano: la libertad de aquella América Mestiza en la que había
nacido. Tampoco es justo equiparar su figura y sus acciones en Pasto, con las
de Bolívar o Boves. Nariño, ese “gran
vencido” como afirma Sergio Elías Ortiz en su obra “Agustín Agualongo y su Tiempo” (1974), logró en su momento
demostrar, con su verbo y sus ideas, la grandeza de su espíritu, llegando a
ganar la admiración del pueblo pastuso que, pocos instantes atrás, clamaba por
su cabeza.
Si bien fue la lucha contra España la razón por la que
Nariño llegó a Pasto, el Precursor fue un adversario honorable, un caballero
digno ya que si bien luchó contra los habitantes que le plantaron cara en
franca lid, no fue cruel con los habitantes de Pasto, como posteriormente
fueron el General Salom o Cruz Paredes; tampoco fue un cobarde como Benito
Boves, quien luego de alebrestar los ánimos de la ciudad y romper la
capitulación con la que Basilio García y el ayuntamiento de Pasto acordaban la
paz con Bolívar, escapó pese a que las milicias de la ciudad continuaban
luchando con uñas y dientes, huyendo hacia el Putumayo, en palabras de Ortiz: “a uña de buen caballo”, abandonando a
Agualongo y a la ciudad a su suerte, “en
el momento supremo de vender cara la vida.” Nariño, solo, hambriento,
desarmado y encadenado, se enfrentó a toda la ciudad sin más aliados que sus
sueños y su sabiduría. No salió corriendo como Boves, a quien Ortiz describe
como: “Un personaje que iba a ser fatal
para la ciudad”. El Precursor tuvo el valor de defender sus ideales con las
manos desnudas.
Es aquí cuando debemos recordar las palabras de Lewis
Wallace en “Ben-Hur” cuando afirma: “Cuando
anhelamos justicia para nosotros mismos, jamás es prudente ser injustos con los
demás. Al negar valor en el enemigo al cual hemos derrotado, rebajamos nuestra
victoria. Si el enemigo ha sido lo bastante fuerte para mantenernos a distancia
y mucho más si lo ha sido para vencernos…, nuestra propia estimación nos obliga
a buscar otras explicaciones a nuestras desgracias que la de acusarle de poseer
cualidades inferiores a las nuestras propias.”
Ése es el problema con las heridas abiertas y el desconocimiento
de lo importante en pro de luchar por lo urgente; pues, una vez se han
fusionado, terminan extendiendo un manto de odio sobre todo aquello que se le
parece remotamente. Ése es el problema de la humanidad cuando renuncia a la
individualidad y se deja unificar en una masa furiosa. Ése es el problema de
querer replicar acciones sin sopesar las razones que las respaldan. De otro
modo, reflexionen en la soledad de sus almas: ¿Cómo esperan que la policía, iracunda
y protegida por los poderes estatales, respete los derechos
humanos de los manifestantes que reclaman con justicia por su integridad vulnerada,
si es, precisamente, la efigie del precursor que tradujo los Derechos del
Hombre y del Ciudadano en 1793, la que acaba de ser derribada?
Las manifestaciones en contra de la cruel reforma tributaria
con la que este gobierno endeble pretende subyugarnos, por medio de su
democracia fachada, son más que justas y necesarias. El clamor popular de todos
los colombianos es, tal vez, la única manera de enfrentar las decisiones
absurdas de una élite gobernante inepta y amparada en la ley del garrote y el
calabozo. Y es precisamente debido a lo anterior que derribar la efigie de Nariño, tal vez
por la simple razón de no quedarnos atrás y emular las acciones que tuvieron
lugar en Cali, no es más que una triste mácula en la justa y verdadera lucha de
los colombianos y, específicamente, de los pastusos, por evitar que el mal gobierno
de Duque nos arrebate el sustento. De ahí la importancia de que, en adelante,
los manifestantes eviten que sus acciones puedan ser empleadas por los
poderosos para justificar sus arbitrariedades ya que, como afirma Liliana Bodoc
en “Los Días del Venado” (2000): “Pobres de nosotros si olvidamos que somos
un telar y que, no importa dónde se corte el hilo, de allí Misáianes (el
Odio Eterno) comenzará a tirar hasta
deshacer el paisaje.”
Juan David Bastidas Pantoja.
Fotos tomadas del libro "Agustín Agualongo y su Tiempo" del autor nariñense Sergio Elías Ortiz.
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