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"Luego de dos siglos de paz, la sombra de una amenaza antigua vuelve a acechar a los Reinos Hermanos. En Ormuz, el Reino de los Hombres, un viejo mago recibe una inusual advertencia; en Alvaheim, el Bosque de los Elfos, extraños sucesos, demasiados para ser simples coincidencias, parecen corroborar los temores del anciano. En el norte desconocido, una fortaleza se levanta en secreto, y un antiguo símbolo de odio se enarbola desde lo alto de sus atalayas, levantadas con hierro, piedra y huesos. Hombres, Elfos, Enanos y Centauros deberán mantener vivas las Alianzas, que hermanan a sus naciones, para enfrentar la amenaza que se cierne desde el norte. La esperanza radica en la sabiduría recopilada en un antiguo libro desconocido y en los poderes de una extraña criatura de leyenda: el Jaguar Dorado. ¿Dónde se oculta esta criatura? ¿Cuál es su auténtica naturaleza? Un joven aprendiz de la Corte de Magos de Ormuz, puede ser la clave para desvelar este misterio místico, que marcará para siempre el futuro de cada pueblo y estirpe a lo largo y ancho de la Tierra de las Cordilleras..."

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lunes, 24 de abril de 2017

REGALO DE ANIVERSARIO




EL SUEÑO

El oscuro manto de la noche cubría el bosque Qomer; a lo lejos, los lobos anunciaban su salida a cazar lanzando potentes aullidos que Myrd, un viejo mago leal al reino de Ormuz, escuchaba desde la paz de su pequeña cabaña situada a orillas del enorme bosque. El anciano no temía a los lobos, eran sus amigos, como lo eran casi todas las criaturas del bosque con quienes podía comunicarse tan bien e, incluso, mejor que con las personas del reino.

Myrd, sentado al pie de su escritorio, leía una carta enviada por su amigo, el Rey Anka, soberano de Ormuz, en la que lo invitaba a las festividades que se celebraban en la capital del reino, Zalamgar, llamada también la Ciudad del Árbol de la Flor Púrpura, o del Árbol Violeta, debido al majestuoso árbol de Huytara sembrado en el interior del patio de armas del Castillo del Rey. Ese era el único espécimen de esa clase de árboles que crecía por aquellos parajes. En la capital del reino, se festejaba la derrota de Ariman, un “demonio con cuerpo de hombre” que, según las antiguas crónicas de los Reinos Hermanos, había sembrado hostilidad y odio entre hombres, elfos, enanos y centauros, y que había sido derrotado por Peredur, antiguo soberano de Ormuz. Myrd no disfrutaba mucho de festejos y reuniones, prefería la tranquilidad y paz que brindaba su bosque, pero el Rey era su amigo; además, hacía ya mucho tiempo que no visitaba el reino, ni a sus amigos ni a su ahijada, la hija del Rey.

La noche avanzaba a cada instante, pronto la luz de la Luna que se filtraba por la ventana, y la de la mágica flama anaranjada, que flotaba sola a la derecha de Myrd, no ofrecían suficiente luminosidad como para volver a leer la misiva real una decimocuarta vez; los ojos del mago empezaban a escocerle y los párpados se le cerraban contra su voluntad.

–¡Bueno, es suficiente! –se dijo el anciano–, tal vez mañana me acerque al reino un rato… tal vez no…

Cansado, Myrd apagó la llamarada mágica, dejó su estudio y se dirigió a su habitación, donde se cambió de ropa y se vistió con la túnica vieja que usaba para dormir, se arropó con las mantas de lana de oveja en su cama de roble mientras el sueño, poco a poco, se iba apoderando de él. Sí, tal vez al día siguiente, encontraría una solución “adecuada” para el dilema en el que se encontraba.

Desde su cama, el viejo mago clavó su mirada en las vigas del techo que se iban distorsionando poco a poco a medida que el sueño se apoderaba de él. Las vigas se opacaban, se oscurecían, y los ojos del mago se cerraban lentamente…

El alma y la mente del anciano viajaron por torbellinos de colores, en el momento en que el mundo de los sueños abría sus puertas para albergar el descanso de Myrd; sin embargo, esa noche era diferente. Myrd lo había percibido durante el día, había algo extraño que inquietaba su mente y un aire desconocido agitaba las ramas de los árboles de su bosque. Pronto el torbellino de colores empezó a tomar formas familiares para el anciano soñador, que se contempló sobre lo alto de una colina desde la cual podía observarse una bella ciudad amurallada, en medio de un amplio valle.

Myrd no reconoció aquella ciudad, ya que no se parecía a ninguna de las ciudades que había visitado a lo largo y ancho de la Tierra de las Cordilleras. De repente, un destello rojo atrajo la atención del mago: Myrd contempló un gran número de estrellas fugaces, rojas como la sangre, que cruzaban el cielo desde el norte, hasta perderse en el horizonte; en ese momento, Myrd percibió el terrible canto del acero cuando se libra una batalla. A lo lejos, aquella ciudad empezó a ser consumida por las llamas, mientras que en sus calles se escuchaban gritos de terror y llanto, rugidos de odio y voces que hablaban en lenguas que el mago no pudo entender.

La hermosa ciudad parecía sitiada: enormes catapultas y máquinas de guerra se encontraban apostadas en torno a sus murallas por el lado norte, este, oeste y sur; hordas, formadas por hombres extraños y bestias de largo pelaje gris, pertrechados con armaduras negras y armados hasta los dientes, manipulaban las máquinas y, por lo visto, luchaban, también, dentro de la ciudad.

Del cielo descendieron llameantes dragones que calcinaron los pocos puntos de la ciudad que las llamas de los invasores no habían devorado. Cuando el mago trató de correr hacia la ciudad, unas extrañas hebras carmesíes, tan gruesas como brazos y salidas de quien sabe dónde, se envolvieron en torno al anciano y, a una velocidad inimaginable, arrastraron a Myrd colina abajo moviéndose como monstruosas serpientes. Las extrañas víboras reptaron con su presa entre las máquinas de guerra apostadas en el lado norte de la ciudad; rápidamente entraron por las puertas destrozadas y, una vez en el interior de los muros, Myrd pudo contemplar más de cerca el dolor de los habitantes de aquella ciudad, mientras forcejeaba para tratar de liberarse.

Había cadáveres por todos lados, hombres, mujeres, niños y ancianos, incluso habían asesinado a los animales. Algunos guerreros, desesperados, se lanzaban contra los invasores, pero éstos los abatían con facilidad. El mago pudo contemplar con más claridad a los conquistadores: algunos eran hombres extrañamente vestidos, llevaban el cabello revuelto de formas curiosas y armaduras oxidadas; pese a que no luchaban con la técnica y habilidad de los soldados defensores, eran tantos y tan brutalmente fuertes, que los desesperados soldados caían derrotados a sus pies. Por las calles también corrían enormes jabalíes con colmillos largos y extraños cuernos que les salían a lo largo del lomo, desde la base de la nuca; con horror, el mago vio a un grupo de cinco o seis de estas bestias devorar con avidez la carne de un caballero muerto. Lo más extraño, que el aterrorizado anciano contempló, fueron unas criaturas grandes y robustas, con extremidades largas y cubiertas de pelo gris que, armadas con lanzas, espadas y mazos, y vistiendo armaduras negras, dirigían grupos de enormes ogros salvajes. Aquellas criaturas de pelo gris andaban en dos piernas, arrastrando sus armas, pero la sorpresa del mago fue mayor cuando los vio echar a correr en cuatro patas con las armas envainadas, hacia un pequeño grupo de sobrevivientes. Gigantes con cabezas de cabra aporreaban los muros de las casas hasta hacer que se derrumbaran. Los dragones no habían detenido en ningún momento la voraz lluvia de fuego que hacían descender sobre aquella ciudad que, para ese momento, se había convertido en un montón de ruinas ennegrecidas.

De pronto el paisaje cambió y Myrd atravesó un bosque, envuelto también en llamas. Las extrañas víboras rojas se elevaron por los aires, desde donde el mago vio con horror, como el dolor, la sangre y el odio cubrían a reinos enteros; de tal suerte que montañas, costas, selvas y bosques se encontraban bajo el dominio de aquella horda imparable de soldados y criaturas. Las hebras lo llevaron mucho más lejos, viajando siempre hacia el norte y el oeste, por lugares que no figuraban en ninguno de los mapas que el mago conociera y, finalmente, lo depositaron en un desolado y reseco valle frente a una árida montaña, donde el viejo contempló a miles de esclavos encadenados, trabajando en minas y canteras, bajo los látigos de aquellas criaturas de pelaje gris. A lo lejos, se encontraba una ciudad extraña, con forma de telaraña, en cuyo centro se levantaba una imponente torre hecha de hierro, piedra y huesos, mientras unos estandartes largos de color azul con una telaraña blanca en el centro ondeaban desde sus atalayas.

Myrd conocía ese símbolo, ya que había marcado la historia de su tierra: era el emblema de Ariman, el Desterrado, el demonio con cuerpo de hombre, el traidor de Ormuz que hacía ya doscientos años había reclutado un enorme ejército de hombres, elfos, centauros y enanos, con el que quiso destruir las cuatro naciones aliadas. Ahí estaba el emblema de aquel maldito sanguinario, enfermo de poder y avaricia, que Peredur había derrotado en el pasado, y que desapareció entre las cordilleras luego de que los Reyes de las Cuatro Razas maldijeran su nombre y su estampa.

Los ojos del anciano, desorbitados, no daban crédito al emblema que ondeaba en aquellos estandartes; era imposible, simplemente imposible, que aquel individuo continuara con vida. Habían pasado casi doscientos años desde los tiempos de Peredur, no podía estar vivo.

Myrd cayó de rodillas, abrumado ante lo que veía; justo en ese momento las enormes hebras carmesí surgieron de la tierra y se lanzaron contra el viejo como látigos. El mago cerró los ojos y apretó los puños esperando recibir el golpe, pero algo parecía haber detenido a las hebras. Al abrir los ojos, Myrd vio una luz dorada que surgía detrás de él y que hacía retroceder a las víboras rojas. Sintiendo miedo por lo que pudiera contemplar, el anciano se dio la vuelta lentamente; sin embargo, lo que miró lo llenó de tranquilidad.

Detrás de él se encontraba otro anciano, ataviado con ropas azules y blancas, que llevaba en sus manos un libro abierto, de cuyas páginas surgía la potente luz dorada. Las hebras volvieron a sumergirse en las entrañas de aquel valle reseco. Sólo entonces el anciano cerró el libro. Myrd lo reconoció al instante, era su antiguo maestro, Verken, que había muerto en la última guerra que los Reinos Hermanos habían librado contra los dragones, cuando Myrd era joven, hacía ya mucho tiempo.

–¿Maestro? –preguntó Myrd, dubitativo.

–¿Esperabas ver a alguien más, tal vez? –preguntó Verken, sonriendo, mientras Myrd se incorporaba y se acercaba a su mentor.

–Éste no es un sueño normal, ¿verdad? –preguntó el mago del bosque.

–Así es.

–¿Es una premonición?

–¡Claro que no! –se escandalizó Verken–, ¿ya olvidaste lo que te enseñé hace tantos años? Sólo los Dioses conocen el futuro, y saben que nunca es inmutable. Los hombres sólo pueden adivinar el futuro a través de dos caminos, ¿recuerdas cuáles son?

–A través de la lógica con la que evaluamos las consecuencias de nuestras posibles acciones –contestó Myrd–; o a través del delirio irracional que, incapaz de tener en cuenta causas o consecuencias, motiva a los hombres a actuar con demencia.

–Me alegra que lo recuerdes –dijo Verken, estrechando a su discípulo en un abrazo fraternal–. Parece que sólo te hacía falta recordar tus lecciones. Lo que viste al principio es el pasado, no muy remoto, de reinos ubicados más allá del mar, que cayeron ante el odio de Ariman. Lo que contemplas aquí es lo que sucede en este instante en el norte, muy al norte de la Tierra de las Cordilleras, más allá de las fronteras de Alvaheim, el país de los elfos.

Myrd vio de nuevo la ciudad, a sus puertas estaban apostados dos enormes dragones negros que agitaban sus alas con furia levantando una nube de arena y escombros.

–Ariman no murió –continuó el maestro Verken–, encontró las prisiones de antiguos poderes oscuros y prohibidos que le otorgaron habilidades que no creyeras posibles, gracias a las cuales pudo sobrevivir los últimos doscientos años, escondido en un principio, aunque no tardó mucho en salir a recorrer aquellas tierras distantes con el fin de amasar el poder suficiente para lograr levantar este reino y obtener vasallos.

–¡Es imposible! –musitó Myrd, que no daba crédito a las palabras de Verken, ni a lo que aquel sueño le mostraba.

–El Desterrado ha alimentado su odio y su sed de venganza, contra el reino de Ormuz y la sangre de Peredur, durante más de dos siglos –continuó Verken–. Y creo que no hace falta ser un adivino para comprender que el interés de Ariman es dejar a Zalamgar y a cada ciudad de los Cuatro Reinos Hermanos reducidas a cenizas. Ahora cuenta con un ejército enorme, con recursos, esclavos y aliados más que suficientes como para iniciar una campaña en contra de Ormuz. No se detendrá hasta haber destruido y avasallado cada rincón a lo largo y ancho de la Tierra de las Cordilleras.

Myrd empezó a sentir cómo el miedo se apoderaba de él. Su maestro pareció darse cuenta de esto.

–Aun no es tarde, Myrd; y ni siquiera el Desterrado, con todos sus poderes puede asegurar que tiene el futuro en sus manos. Existe una sola forma de hacerle frente a sus oscuros planes. Esto es lo único que puede detenerlos –el anciano posó su mano derecha en la cubierta de aquel extraño libro. Myrd lo miró con atención, estaba encuadernado en cuero café y en su portada tenía grabada una estrella encerrada en una hoja de abedul. En el centro, del lado derecho de la cubierta, un pequeño candado cerraba las tapas de aquel volumen.

–Este libro está en Zalamgar –el anciano maestro extrajo de la cerradura de la cubierta, un pequeño objeto que Myrd no alcanzó a detallar–. La amenaza que se cierne sobre todos los seres vivientes es tal que Assiyatar y Ancaylla me han ordenado que te entregue la llave de su cerradura –a continuación, el anciano colocó en las manos de Myrd el objeto que acababa de extraer del candado. Se trataba de un pequeño anillo de plata, cuyo sello de oro tenía la forma de la cabeza de un jaguar rugiendo–. Busca el libro y ábrelo, busca también al “Jaguar Dorado” y entrénalo como tu aprendiz; él es una pieza clave en los acontecimientos que se acercan. Abre los ojos, él llegará hasta ti cuando menos lo esperes, mantente alerta…

La luz dorada del libro envolvió a Verken y, tras un destello, Myrd despertó, agitado y sudoroso. Sentado, desde su cama, el anciano contempló a la Luna que se elevaba por la ventana; aún no amanecía. Confundido, y a la vez aliviado de que todo hubiese sido un sueño, el viejo mago se levantó de la cama con la intención de encender una nueva flama anaranjada. En ese instante, algo muy pequeño, luego de deslizarse entre las mantas de la cama, produjo un sonido metálico al rebotar sobre el piso de madera. Myrd se arrodilló para recoger el pequeño objeto y, a la luz de la Luna, el anillo de plata con el sello de un jaguar dorado destelló entre sus dedos.

Tras rascarse la cabeza, Myrd guardó el anillo en el cajón de su mesa de noche, para luego volver a acomodarse en la cama, cobijándose bien con las mantas. Apoyada la cabeza sobre la almohada rellena de plumas de ganso, intentó conciliar de nuevo el sueño pensando que, por lo menos, ya había encontrado una solución al dilema en el que antes se encontraba: Iría a visitar al Rey al día siguiente, pero tendría que esperar a que los festejos terminaran, para poder hablar con él.

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