EL SUEÑO
El oscuro manto de la noche
cubría el bosque Qomer; a lo lejos, los lobos anunciaban su salida a cazar
lanzando potentes aullidos que Myrd, un viejo mago leal al reino de Ormuz,
escuchaba desde la paz de su pequeña cabaña situada a orillas del enorme
bosque. El anciano no temía a los lobos, eran sus amigos, como lo eran casi
todas las criaturas del bosque con quienes podía comunicarse tan bien e,
incluso, mejor que con las personas del reino.
Myrd, sentado al pie de su
escritorio, leía una carta enviada por su amigo, el Rey Anka, soberano de
Ormuz, en la que lo invitaba a las festividades que se celebraban en la capital
del reino, Zalamgar, llamada también la Ciudad del Árbol de la Flor Púrpura, o del
Árbol Violeta, debido al majestuoso árbol de Huytara sembrado en el interior
del patio de armas del Castillo del Rey. Ese era el único espécimen de esa
clase de árboles que crecía por aquellos parajes. En la capital del reino, se
festejaba la derrota de Ariman, un “demonio con cuerpo de hombre” que, según
las antiguas crónicas de los Reinos Hermanos, había sembrado hostilidad y odio
entre hombres, elfos, enanos y centauros, y que había sido derrotado por
Peredur, antiguo soberano de Ormuz. Myrd no disfrutaba mucho de festejos y
reuniones, prefería la tranquilidad y paz que brindaba su bosque, pero el Rey
era su amigo; además, hacía ya mucho tiempo que no visitaba el reino, ni a sus
amigos ni a su ahijada, la hija del Rey.
La noche avanzaba a cada
instante, pronto la luz de la Luna que se filtraba por la ventana, y la de la
mágica flama anaranjada, que flotaba sola a la derecha de Myrd, no ofrecían
suficiente luminosidad como para volver a leer la misiva real una decimocuarta
vez; los ojos del mago empezaban a escocerle y los párpados se le cerraban contra
su voluntad.
–¡Bueno, es suficiente! –se
dijo el anciano–, tal vez mañana me acerque al reino un rato… tal vez no…
Cansado, Myrd apagó la
llamarada mágica, dejó su estudio y se dirigió a su habitación, donde se cambió
de ropa y se vistió con la túnica vieja que usaba para dormir, se arropó con
las mantas de lana de oveja en su cama de roble mientras el sueño, poco a poco,
se iba apoderando de él. Sí, tal vez al día siguiente, encontraría una solución
“adecuada” para el dilema en el que se encontraba.
Desde su cama, el viejo
mago clavó su mirada en las vigas del techo que se iban distorsionando poco a
poco a medida que el sueño se apoderaba de él. Las vigas se opacaban, se
oscurecían, y los ojos del mago se cerraban lentamente…
El alma y la mente del
anciano viajaron por torbellinos de colores, en el momento en que el mundo de
los sueños abría sus puertas para albergar el descanso de Myrd; sin embargo,
esa noche era diferente. Myrd lo había percibido durante el día, había algo
extraño que inquietaba su mente y un aire desconocido agitaba las ramas de los
árboles de su bosque. Pronto el torbellino de colores empezó a tomar formas
familiares para el anciano soñador, que se contempló sobre lo alto de una
colina desde la cual podía observarse una bella ciudad amurallada, en medio de
un amplio valle.
Myrd no reconoció aquella
ciudad, ya que no se parecía a ninguna de las ciudades que había visitado a lo
largo y ancho de la Tierra de las Cordilleras. De repente, un destello rojo
atrajo la atención del mago: Myrd contempló un gran número de estrellas
fugaces, rojas como la sangre, que cruzaban el cielo desde el norte, hasta
perderse en el horizonte; en ese momento, Myrd percibió el terrible canto del
acero cuando se libra una batalla. A lo lejos, aquella ciudad empezó a ser
consumida por las llamas, mientras que en sus calles se escuchaban gritos de
terror y llanto, rugidos de odio y voces que hablaban en lenguas que el mago no
pudo entender.
La hermosa ciudad parecía
sitiada: enormes catapultas y máquinas de guerra se encontraban apostadas en
torno a sus murallas por el lado norte, este, oeste y sur; hordas, formadas por
hombres extraños y bestias de largo pelaje gris, pertrechados con armaduras
negras y armados hasta los dientes, manipulaban las máquinas y, por lo visto,
luchaban, también, dentro de la ciudad.
Del cielo descendieron
llameantes dragones que calcinaron los pocos puntos de la ciudad que las llamas
de los invasores no habían devorado. Cuando el mago trató de correr hacia la
ciudad, unas extrañas hebras carmesíes, tan gruesas como brazos y salidas de
quien sabe dónde, se envolvieron en torno al anciano y, a una velocidad
inimaginable, arrastraron a Myrd colina abajo moviéndose como monstruosas
serpientes. Las extrañas víboras reptaron con su presa entre las máquinas de
guerra apostadas en el lado norte de la ciudad; rápidamente entraron por las
puertas destrozadas y, una vez en el interior de los muros, Myrd pudo
contemplar más de cerca el dolor de los habitantes de aquella ciudad, mientras
forcejeaba para tratar de liberarse.
Había cadáveres por todos
lados, hombres, mujeres, niños y ancianos, incluso habían asesinado a los
animales. Algunos guerreros, desesperados, se lanzaban contra los invasores,
pero éstos los abatían con facilidad. El mago pudo contemplar con más claridad
a los conquistadores: algunos eran hombres extrañamente vestidos, llevaban el
cabello revuelto de formas curiosas y armaduras oxidadas; pese a que no
luchaban con la técnica y habilidad de los soldados defensores, eran tantos y
tan brutalmente fuertes, que los desesperados soldados caían derrotados a sus
pies. Por las calles también corrían enormes jabalíes con colmillos largos y
extraños cuernos que les salían a lo largo del lomo, desde la base de la nuca;
con horror, el mago vio a un grupo de cinco o seis de estas bestias devorar con
avidez la carne de un caballero muerto. Lo más extraño, que el aterrorizado
anciano contempló, fueron unas criaturas grandes y robustas, con extremidades
largas y cubiertas de pelo gris que, armadas con lanzas, espadas y mazos, y
vistiendo armaduras negras, dirigían grupos de enormes ogros salvajes. Aquellas
criaturas de pelo gris andaban en dos piernas, arrastrando sus armas, pero la
sorpresa del mago fue mayor cuando los vio echar a correr en cuatro patas con
las armas envainadas, hacia un pequeño grupo de sobrevivientes. Gigantes con
cabezas de cabra aporreaban los muros de las casas hasta hacer que se
derrumbaran. Los dragones no habían detenido en ningún momento la voraz lluvia
de fuego que hacían descender sobre aquella ciudad que, para ese momento, se
había convertido en un montón de ruinas ennegrecidas.
De pronto el paisaje cambió
y Myrd atravesó un bosque, envuelto también en llamas. Las extrañas víboras
rojas se elevaron por los aires, desde donde el mago vio con horror, como el
dolor, la sangre y el odio cubrían a reinos enteros; de tal suerte que
montañas, costas, selvas y bosques se encontraban bajo el dominio de aquella
horda imparable de soldados y criaturas. Las hebras lo llevaron mucho más lejos,
viajando siempre hacia el norte y el oeste, por lugares que no figuraban en
ninguno de los mapas que el mago conociera y, finalmente, lo depositaron en un
desolado y reseco valle frente a una árida montaña, donde el viejo contempló a
miles de esclavos encadenados, trabajando en minas y canteras, bajo los látigos
de aquellas criaturas de pelaje gris. A lo lejos, se encontraba una ciudad
extraña, con forma de telaraña, en cuyo centro se levantaba una imponente torre
hecha de hierro, piedra y huesos, mientras unos estandartes largos de color
azul con una telaraña blanca en el centro ondeaban desde sus atalayas.
Myrd conocía ese símbolo,
ya que había marcado la historia de su tierra: era el emblema de Ariman, el
Desterrado, el demonio con cuerpo de hombre, el traidor de Ormuz que hacía ya
doscientos años había reclutado un enorme ejército de hombres, elfos, centauros
y enanos, con el que quiso destruir las cuatro naciones aliadas. Ahí estaba el
emblema de aquel maldito sanguinario, enfermo de poder y avaricia, que Peredur
había derrotado en el pasado, y que desapareció entre las cordilleras luego de
que los Reyes de las Cuatro Razas maldijeran su nombre y su estampa.
Los ojos del anciano,
desorbitados, no daban crédito al emblema que ondeaba en aquellos estandartes;
era imposible, simplemente imposible, que aquel individuo continuara con vida.
Habían pasado casi doscientos años desde los tiempos de Peredur, no podía estar
vivo.
Myrd cayó de rodillas,
abrumado ante lo que veía; justo en ese momento las enormes hebras carmesí
surgieron de la tierra y se lanzaron contra el viejo como látigos. El mago
cerró los ojos y apretó los puños esperando recibir el golpe, pero algo parecía
haber detenido a las hebras. Al abrir los ojos, Myrd vio una luz dorada que
surgía detrás de él y que hacía retroceder a las víboras rojas. Sintiendo miedo
por lo que pudiera contemplar, el anciano se dio la vuelta lentamente; sin
embargo, lo que miró lo llenó de tranquilidad.
Detrás de él se encontraba
otro anciano, ataviado con ropas azules y blancas, que llevaba en sus manos un
libro abierto, de cuyas páginas surgía la potente luz dorada. Las hebras
volvieron a sumergirse en las entrañas de aquel valle reseco. Sólo entonces el
anciano cerró el libro. Myrd lo reconoció al instante, era su antiguo maestro,
Verken, que había muerto en la última guerra que los Reinos Hermanos habían
librado contra los dragones, cuando Myrd era joven, hacía ya mucho tiempo.
–¿Maestro? –preguntó Myrd,
dubitativo.
–¿Esperabas ver a alguien
más, tal vez? –preguntó Verken, sonriendo, mientras Myrd se incorporaba y se
acercaba a su mentor.
–Éste no es un sueño
normal, ¿verdad? –preguntó el mago del bosque.
–Así es.
–¿Es una premonición?
–¡Claro que no! –se
escandalizó Verken–, ¿ya olvidaste lo que te enseñé hace tantos años? Sólo los
Dioses conocen el futuro, y saben que nunca es inmutable. Los hombres sólo
pueden adivinar el futuro a través de dos caminos, ¿recuerdas cuáles son?
–A través de la lógica con
la que evaluamos las consecuencias de nuestras posibles acciones –contestó
Myrd–; o a través del delirio irracional que, incapaz de tener en cuenta causas
o consecuencias, motiva a los hombres a actuar con demencia.
–Me alegra que lo recuerdes
–dijo Verken, estrechando a su discípulo en un abrazo fraternal–. Parece que
sólo te hacía falta recordar tus lecciones. Lo que viste al principio es el
pasado, no muy remoto, de reinos ubicados más allá del mar, que cayeron ante el
odio de Ariman. Lo que contemplas aquí es lo que sucede en este instante en el
norte, muy al norte de la Tierra de las Cordilleras, más allá de las fronteras
de Alvaheim, el país de los elfos.
Myrd vio de nuevo la
ciudad, a sus puertas estaban apostados dos enormes dragones negros que
agitaban sus alas con furia levantando una nube de arena y escombros.
–Ariman no murió –continuó
el maestro Verken–, encontró las prisiones de antiguos poderes oscuros y
prohibidos que le otorgaron habilidades que no creyeras posibles, gracias a las
cuales pudo sobrevivir los últimos doscientos años, escondido en un principio,
aunque no tardó mucho en salir a recorrer aquellas tierras distantes con el fin
de amasar el poder suficiente para lograr levantar este reino y obtener
vasallos.
–¡Es imposible! –musitó
Myrd, que no daba crédito a las palabras de Verken, ni a lo que aquel sueño le
mostraba.
–El Desterrado ha
alimentado su odio y su sed de venganza, contra el reino de Ormuz y la sangre
de Peredur, durante más de dos siglos –continuó Verken–. Y creo que no hace
falta ser un adivino para comprender que el interés de Ariman es dejar a
Zalamgar y a cada ciudad de los Cuatro Reinos Hermanos reducidas a cenizas.
Ahora cuenta con un ejército enorme, con recursos, esclavos y aliados más que
suficientes como para iniciar una campaña en contra de Ormuz. No se detendrá
hasta haber destruido y avasallado cada rincón a lo largo y ancho de la Tierra
de las Cordilleras.
Myrd empezó a sentir cómo
el miedo se apoderaba de él. Su maestro pareció darse cuenta de esto.
–Aun no es tarde, Myrd; y
ni siquiera el Desterrado, con todos sus poderes puede asegurar que tiene el
futuro en sus manos. Existe una sola forma de hacerle frente a sus oscuros
planes. Esto es lo único que puede detenerlos –el anciano posó su mano derecha
en la cubierta de aquel extraño libro. Myrd lo miró con atención, estaba
encuadernado en cuero café y en su portada tenía grabada una estrella encerrada
en una hoja de abedul. En el centro, del lado derecho de la cubierta, un
pequeño candado cerraba las tapas de aquel volumen.
–Este libro está en
Zalamgar –el anciano maestro extrajo de la cerradura de la cubierta, un pequeño
objeto que Myrd no alcanzó a detallar–. La amenaza que se cierne sobre todos
los seres vivientes es tal que Assiyatar y Ancaylla me han ordenado que te
entregue la llave de su cerradura –a continuación, el anciano colocó en las
manos de Myrd el objeto que acababa de extraer del candado. Se trataba de un
pequeño anillo de plata, cuyo sello de oro tenía la forma de la cabeza de un
jaguar rugiendo–. Busca el libro y ábrelo, busca también al “Jaguar Dorado” y entrénalo
como tu aprendiz; él es una pieza clave en los acontecimientos que se acercan.
Abre los ojos, él llegará hasta ti cuando menos lo esperes, mantente alerta…
La luz dorada del libro
envolvió a Verken y, tras un destello, Myrd despertó, agitado y sudoroso.
Sentado, desde su cama, el anciano contempló a la Luna que se elevaba por la
ventana; aún no amanecía. Confundido, y a la vez aliviado de que todo hubiese
sido un sueño, el viejo mago se levantó de la cama con la intención de encender
una nueva flama anaranjada. En ese instante, algo muy pequeño, luego de
deslizarse entre las mantas de la cama, produjo un sonido metálico al rebotar
sobre el piso de madera. Myrd se arrodilló para recoger el pequeño objeto y, a
la luz de la Luna, el anillo de plata con el sello de un jaguar dorado destelló
entre sus dedos.
Tras rascarse la cabeza,
Myrd guardó el anillo en el cajón de su mesa de noche, para luego volver a
acomodarse en la cama, cobijándose bien con las mantas. Apoyada la cabeza sobre
la almohada rellena de plumas de ganso, intentó conciliar de nuevo el sueño
pensando que, por lo menos, ya había encontrado una solución al dilema en el
que antes se encontraba: Iría a visitar al Rey al día siguiente, pero tendría
que esperar a que los festejos terminaran, para poder hablar con él.
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