“Los lugares más calientes del infierno están destinados para aquellos que, en tiempos de crisis moral, deciden mantenerse neutrales” – “La Divina Comedia”. Dante Alighieri.
Pocos saben que Dante Alighieri,
además de escritor y político, fue también boticario, es decir, un vendedor que
atendía a las personas en las boticas, que eran algo así como las farmacias de
aquellos lejanos tiempos en el viejo mundo, a donde los ciudadanos acudían en
busca de cataplasmas y brebajes que les ayudaran a curar sus dolencias. Muchos
se preguntarán, ¿por qué era Dante boticario? Pues, aunque a muchos les cueste
creerlo, el autor ejercía este empleo para así poder vender, junto con aquellos
remedios y pociones, los libros que publicaba, mientras escribía su obra magna:
“La Divina Comedia” (1321), aquella que marcó un punto de
inflexión entre la literatura medieval y la renacentista.
Cuando publiqué mi primer libro,
sentí que mi sueño se había hecho realidad, que la lucha de toda una vida finalmente
había llegado a su fin. Sin embargo, como la experiencia me enseñó, un sueño no
finaliza en el momento en que se cumple, al contrario, tal vez alcanza su punto
álgido, pero no termina. Pronto las circunstancias me obligaron a aprender a
vender y promocionar ese sueño literario por el que había luchado durante toda
mi juventud. Es difícil, muy difícil, ser escritor en Colombia, no solo por los
bajos índices de lectura de la población en general, sino porque para la gran
mayoría de las personas, escribir no es un trabajo; en el mejor de los casos,
la escritura se asume como un simple pasatiempo, como un requisito para
ascender en el escalafón laboral y ganar un mejor salario, como un ensueño
propio de la juventud pletórica de ideales inalcanzables y, en especial, como
un sinónimo de inactividad, de vagancia e improductividad.
Debido a todo lo anterior, la
gente piensa erróneamente que los libros crecen en los anaqueles de las
librerías y que brotan de sus entrepaños como las frutas en las ramas de los
árboles y, tal como se escandalizan ante el precio que el labriego les otorga a
sus productos, así mismo les parece desproporcionado el precio que puede llegar
a tener un buen libro. Solo el labriego que abre surcos y vela por las semillas
sembradas, comprende el duro esfuerzo detrás de cada uno de aquellos frutos que
lleva al mercado a vender, muchas veces a cambio de precios injustos. Al igual
que aquel labriego, tan solo el autor que se ha desvelado durante años enteros,
en busca de esa historia que nadie más puede narrar, es capaz de comprender el
enorme trabajo que se encuentra detrás de un libro cuyo precio, muchas veces,
está bastante alejado de su auténtico
valor.
Descubrir que Dante vendía sus
libros en las boticas me llevó a reflexionar, ya que, si un gigante como él no
tuvo inconvenientes en comercializar así sus propios libros, ¿por qué tenía yo
que avergonzarme de hacer lo mismo? ¿Acaso sienten vergüenza los vendedores de estupefacientes
que aguardan a las afueras de los colegios? ¿O los criminales de cuello blanco
que desfalcan millones de pesos del erario? ¿O los servidores públicos que
vuelven sus armas contra el pueblo que juraron defender? ¿Por qué entonces
debía avergonzarme de trabajar honestamente en pos de mi sueño más anhelado? Con
el tiempo, ese trabajo me permitió conocer a muchas personas: lectores que se
volvieron mis amigos; compañeros artesanos que luchan con las uñas y con su
arte para sacar adelante a sus carreras y a sus familias y, especialmente, pude
conocer a muchos escritores así como a promotores de lectura que, a su manera, tratan de
transformar la realidad que existe en el país, en torno a la literatura, al
libro y a la cultura en general.
En varias ferias he trabajado, no
solo para visibilizar mis libros, sino para dar a conocer las obras de muchos
otros autores, pastusos y nariñenses, con quienes he establecido alianzas para
que el público en general descubra la riqueza literaria de la región. Durante
tres versiones de la Temporada de Letras de Pasto, antes de que el mundo se
pusiera de cabeza, estuve al frente del espacio de los autores nariñenses y
constaté, año tras año, cómo en cada ocasión necesitaba un puesto más amplio
para poder ubicar las creaciones de tantos hombres y mujeres de gran talento,
capacidad y creatividad; que plasmaban en versos e historias, en canciones y
hasta en pintura, aquellos mundos que florecían en sus corazones.
Cuando contemplaba las mesas y
anaqueles en las diferentes ferias, cubiertos de libros, comprendí que todos
teníamos un factor en común: la falta de visibilidad, de publicidad, de
difusión, de distribución. Cada escritor hace lo que humanamente es capaz de
lograr para promocionar sus obras: ya sea asistir a las ferias con estantes y pendones;
promocionar en radio y televisión, gracias a la voluntad de periodistas que
comprenden la importancia de estas luchas por la cultura; al pagar publicidad
en redes sociales para promover lanzamientos y eventos; incluso el “voz a voz”
de cada lector, permite a las obras abrirse camino entre lectores potenciales…
Aun así, y pese a todo el trabajo, la mayoría continuamos sin lograr alcanzar
la trascendencia que nuestras obras merecen, pues nuestra fuerza y voluntad no
son suficientes para ir más allá de las fronteras departamentales, no digamos
de las nacionales.
Esta semana descubrí que,
mientras los escritores de mi región continuamos buscando resquicios a través
de los cuales dar a conocer el trabajo de nuestras vidas; en la 80° Feria del Libro
de Madrid de 2021, evento en el cual Colombia es el país invitado de honor, los
únicos libros que pueden verse, aparte de algunos de Gabriel García Márquez,
son aquellos que se pintaron en los
paneles del cubículo; ya que al gobierno, en cabeza de Duque, de su embajador
en España y del Ministerio de Cultura, no le conviene que los escritores
nacionales denuncien su incompetencia a nivel internacional y, amparados en la
idea de la “neutralidad”, decidieron, como en todo régimen totalitario, retrógrado
y extremista, hacer una lista de qué escritores se deben leer y qué autores, en
cambio, no merecen ser leídos. Este régimen absurdo no solo trata de obligar a
la gente a votar por el que diga el jefe inmediato del “presidente”; ahora,
además, cree tener el suficiente criterio literario, moral y cultural como para
afirmar qué escritores merecen representar a Colombia en el exterior,
únicamente porque, a su parecer, escriben de forma “neutral”. Supongo que el
criterio del embajador y la ministra de cultura marchan en sintonía con la incapacidad
de Duque de conjugar el verbo “querer”…
El mundo entero se lleva, para
vergüenza de todos los colombianos, una clara muestra de lo que ha padecido el
país en estos cuatro años, pues, así como se pintaron libros en los paneles
para disimular la participación de los autores colombianos en España; de igual
manera la presencia de Duque en el Palacio de Nariño, no es más que otro panel
pintado a la carrera, con la única finalidad de simular una aparente “neutralidad”
en la marea política y así poder aparentar un estado de derecho, una democracia
verdadera o un gobierno autónomo y legal. Sin embargo, y pese al esfuerzo,
resulta imposible negar que el papel de Duque no es más que una vil pantalla
maquillada, para ocultar detrás de ella los crímenes de quienes mueven sus
hilos de marioneta, además de su propia incompetencia y estupidez; un sepulcro
blanqueado de afán y a medio sellar, para evitar que las evidencias de la
barbarie, que alberga criminalmente en su interior, puedan ser captados por el
fino olfato de la comunidad internacional.
Así, el petimetre uribista y su
jefe expresidiario, vuelven a mofarse del pueblo que afirman gobernar.
Engrandecen la neutralidad como si fuera una virtud, en lugar de una decisión
que puede, a la larga, resultar tan nefasta como puede serlo votar en blanco o
no votar para, en lugar de eso, contemplar ballenas. Desdibujan la importancia
de educar a un pueblo para que cada uno de sus ciudadanos sean capaces de contar
con un criterio propio, de asumir una postura ante los acontecimientos; de
comprender que la empatía con el que sufre no puede teñirse de neutralidad,
pues no podemos cruzar un río a nado sin evitar mojarnos, ni tampoco
determinar la temperatura del agua, si elegimos cruzar un puente por encima de
aquel río. Dante Alighieri nos advierte, desde el pasado remoto, sobre el
peligro de mantenernos neutrales ante estos flagrantes hechos, que tan solo
demuestran lo poco que valoran, a la literatura y a la cultura en general,
aquellos bárbaros incultos que nos gobiernan a punta de garrote, aturdidora y
calabozo, entre reformas aprobadas a “pupitrazo limpio” y con cientos de “micos”
a cuestas.
Y, mientras tanto, los autores en
mi región continuamos, como una suerte de pequeños Atlas, cargando en nuestras
espaldas los mundos que construimos con palabras y sueños; los recuerdos que, a
través de poemarios y ensayos, tratan de mantener vivas aquellas lejanas épocas
que, vistas con el prisma del tiempo, parecen ya universos distintos. También
figuran los versos que elogian la belleza de nuestro entorno natural, o
aquellos que reflejan los turbios avatares del alma humana; y están, por
supuesto, maravillosos textos que se escriben en memoria de quienes han partido, no
sin antes dejar una profunda huella de amor entre quienes los rodean; o incluso
aquellos que pretenden romper con lo establecido, para insuflar nuevas energías
a la literatura de Nariño.
Así continuaremos, mientras las
fuerzas persistan y aún después de que ya no haya fuerzas para continuar,
porque escribir en Colombia es, de por sí, un acto de rebeldía, un síntoma de
locura, de inconformidad y de transformación, ya que solo a través del arte, la
cultura y la literatura es posible transformar a un pueblo adormilado. Tal y
como afirma el Himno a Pasto en su cuarta estrofa: “En la forja imperial las cadenas pesan menos si el pueblo es el Rey”; es a ese “Rey”, al que debemos tratar de transformar, no al pelafustán uribista
incapaz de hablar correctamente el idioma español; pues un país se transforma
cuando cada ciudadano es capaz de tomar un libro por cuenta propia para
explayarse en la lectura, transformar su pensamiento y comprender el alcance
que tienen sus actos y decisiones. A ese “Rey” habrá que recordarle las
palabras del gran Víctor Hugo en “Nuestra
Señora de París” (1831), cuando afirmó:
“(…) que soy un hombre de letras y todos los grandes reyes hicieron siempre
perlas de sus coronas a sus vasallos letrados. ¿Se vio nunca una manera más
extraña de proteger las letras que ahorcando a los literatos? ¡Qué vergüenza,
que mancha en la grandeza de Alejandro si hubiera mandado ahorcar a
Aristóteles!”
Juan David Bastidas Pantoja.
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