PRÓLOGO
Por:
Enrique Patiño
Escritor, cronista, editor, fotógrafo.
Ojo a lo que venga en azul: es poderoso.
Azul es la espada de la Fuerza en Star Wars. Eso
debería bastar.
Pero hay más. Que lo diga Gandalf, el personaje de El
Señor de los Anillos, capaz de crear luz y llamas para disparar, según
J.R.R. Tolkien, “un brillante fuego azul”. Que lo digan las hadas, casi todas
con visos azules en sus alas, o la aleta trasera entre plateada y azulosa de
las sirenas.
Casi toda la literatura fantástica habla de
travesías extensas en las, que tarde o temprano, el héroe ve a lo lejos lo
mucho que le falta desde lo alto de una montaña y distingue el paisaje azul
borroso de lo que parece el infinito. De azul están vestidos todos los relatos
de corsarios, piratas, aventureros y navegantes de los mares, casi todos ellos
feroces asesinos y quemadores de pueblos que por obra y gracia de la literatura
pasaron a ser aplaudidos como héroes.
Azul es también el cielo cruzado en globo por Julio
Verne, al igual que los océanos que cruza el submarino a mando del capitán
Nemo. Del mismo color es la atmósfera de los pioneros que se atreven a salir
del planeta, al que luego ven, desde una ventanilla en su nave espacial, tan
pequeño y frágil como azul desde el espacio.
I’ve got the blues (tengo melancolía o, muy literalmente,
tengo el azul) es una frase usada solo en inglés para decir que hay una
tristeza metida en el alma, que además es música y merece ser cantada. Los
brasileños tienen ese mismo azul dentro, pero lo llaman saudade. Hay
algo en el azul que evoca la nostalgia.
Los diseñadores, cuando usan este color en las
portadas de los libros, apelan a mover emociones positivas, de calma o
felicidad.
Pero lo que es muy claro en la literatura es que el
azul representa la fantasía, el sueño, lo inimaginable y lo soñado. Hay una
razón para ello: al ser el color de los cielos y de los mares los seres humanos
asumimos desde el principio de los tiempos que roza lo imposible porque no
podemos llegar a ellos por nuestra propia cuenta. Si queremos volar o navegar
necesitamos construir un aparato o una máquina que nos lleve allá, y aun así no
podemos dominarlos. La llama azul del fuego, intocable por su temperatura, se
une a ese grupo de elementos imposibles, así como los insólitos pétalos azules
que aparecen en el nuevo libro de Juan David Bastidas Pantoja. Son tan irreales
que los anhelamos, tan hermosos en su rareza que no podemos dejar de soñarlos.
Precisamente de allí surge la nostalgia del azul:
de la imposibilidad de que sea totalmente cierto, eterno en nuestras vidas. Es
algo tan grande que duele tenerlo poco; algo tan hermoso que produce de
inmediato la sensación de pérdida porque sabemos, irremediablemente, que lo
hermoso no dura lo suficiente. La mayoría de seres humanos elegimos la desgracia
de no aceptar lo que no es totalmente nuestro, y preferimos quedarnos con nada:
lo queremos todo solo para nosotros en el amor, en la ambición del dinero, en
las riquezas. Pero así no funciona lo que es verdaderamente grande ni libre: el
cielo, los océanos, la libertad, el amor o la sabiduría. Son expansivos, de
todos, libres.
Ni tampoco, por supuesto, la fantasía, que es un
territorio sin límites.
Esa libertad es lo que propone Juan David Bastidas Pantoja: la libertad de permitirse soñar en grande. Él ha construido, con su saga La Tierra de las Cordilleras, algo parecido a una máquina para volar y alcanzar ese azul: un territorio ubicado en una cordillera que podría ser la de los Andes (uno se arriesga a creerlo), pero en el que habitan todos los seres míticos posibles. Él ha tomado el azul de la imposibilidad para hacer posible un lugar en el que los lobos deambulan por los bosques, en donde hay magos y aprendices, elfos y monstruos, cacerías y cortes, búsquedas y poderes únicos, tesoros y libros sagrados.
Con su poderosa imaginación –la verdadera máquina que nos permite alcanzar otros horizontes– este joven brillante y talentoso nacido en Pasto rompe con el aburrimiento del panorama literario y se la juega por crear personajes con nombres sonoros (Yurak, Ananda, Varali) que habitan un territorio imaginado (Zalamgar, Qomer, Ormuz, Alvaheim), en el que todo es posible y todas las mitologías confluyen, y en donde, ante la ausencia del azul, llegan criaturas oscuras y decididas a arrasarlo todo, tal como en la vida real: cuando la imaginación muere, la oscuridad domina la vida.
La trama es compleja, como el mundo y la vida misma, pero su esencia es simple: queremos ganarle al destino y anteponer la luz ante las sombras, tanto en nuestro destino como en el amor. En la vida real, pocos lo logramos, porque es aplastante el peso de lo cotidiano. Pero nadie lo deja de soñar. Incluso los que ya han muerto en vida y resignado sus ilusiones siguen buscando en el cine, la literatura o en los sueños despiertos un indicio de la ficción soñada y perdida.
Por eso es tan importante la apuesta que hace Juan David: se la juega por reimplantar la ficción para que no olvidemos lo que dice el género musical del blues, ese que suena a tristeza azul: que podemos llorar, que nos duele el mundo, que nos parte el corazón, pero que si lloramos y sufrimos es para cantar las penas, sanarlas y volver a soñar en grande. Después de las sombras vendrá la luz si hay valientes míticos y reales dispuestos a enfrentarse a las bestias de la oscuridad; o si hay algún talento, como el de Juan David, dispuesto a jugarse la piel por contar una historia que no se resigne a lo cotidiano sino que esté motivada por el mismo deseo de los navegantes antiguos o de los hermanos Wright: conquistar el azul sea como sea.
El talento de su impresionante universo narrativo deslumbra, como cuando el azul del mar se funde con el del cielo y uno entiende la dimensión del mundo y, en este caso, del narrador. No es una promesa. Juan David ya es. Y su Tierra de Cordilleras ya existe, plagada de magia y fantasía, esperando ser conquistada por más y más lectores.
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